jueves, 21 de octubre de 2010

Tarde

“¿Diga?” Siempre digo diga en vez de hola. Veo demasiadas películas. Demasiada televisión.
“¿Quién habla?” Detesto que me pregunten a mí, en mi propia casa, en mi propio teléfono, quién habla.
“¿Con quién quiere hablar?” Sueno tan profesional, tan segura.
“Eh, no, pero, yo quiero saber quién habla.” Él no, él suena vacilante y nada profesional. Bufo con suficiencia.
“Señor, usted es el que llama. Usted es el que tiene que identificarse.” En Hollywood estarían orgullosos.
“Bueno… no… Llamo en otro momento.” Y cuelga. Y me deja con la intriga. Cuando suena el teléfono y es algún conocido, me da ganas de pedirle que corte, porque estoy esperando la llamada de un misterioso indeciso. Durante tres días.
“¿Diga?” El breve silencio me dice que por fin se van a acabar las dudas.
“¿Quién habla?”
Sonrío para que se me escuche en la voz y repito: “¿Con quién quiere hablar?” Y no insisto. Espero a que le caiga la ficha y decida qué va a hacer.
“Yo quiero hablar con la señora Hilda”, me dice de un tirón, y todas las fichas me caen a mí, en la cabeza.
Le cuento que mamá lleva muerta casi un año. Me dice que no lo puede creer, que no leyó nada. Le aclaro que no publicamos ningún aviso fúnebre. Me explica que encontró su número en la guía, mientras buscaba otro, que es un viejo amigo de ella, me dice su nombre (un nombre que recuerdo) y que lleva años pensando en retomar el contacto. Lo consuelo lo mejor que puedo. Me pregunta por mi padre. Yo le pregunto por su mujer y sus hijos. Me cuenta que ya tiene nietos. Lo felicito y le digo que llame cuando quiera. Me desea lo mejor, a mí y a los míos. Le correspondo. Colgamos.
Esto fue hace seis meses.
Lo imagino leyendo la necrológica que sí publiqué en julio sobre la muerte de Jorge, la muerte de papá, y buscando otra vez el número en la guía, y cerrándola antes de encontrarlo. No espero su llamada. No era amigo de él. Ni mío. Aunque lo hubiera sido, de todos modos, no creo que llamase de nuevo, sabiendo que otra vez sería tarde.