viernes, 14 de enero de 2011

Aromas de verano


“¿Inciensos…? Dos por un peso…”, susurra una voz suave a centímetros de mi oreja, donde hasta hace unos segundos no había nadie, por lo cual me atraganto con un bocado de pebete de salame y queso, al tiempo que me deslizo involuntariamente en dirección contraria, aunque por suerte consigo detenerme antes de seguir de largo desde el borde del banco y terminar sentada entre la bosta de paloma de las lajas de la plaza. Me abrazo fuerte a mi mochila, con el pebete en una mano y la lata de Red Bull en la otra, y miro, como quien mira debajo de la cama a las cuatro de la mañana después de sentir ese ruidito.
Un muchacho. Más o menos. Edad indefinida, por las arruguitas de sol y la tierra que se junta en ellas (hay sequía, está ventoso, pero… ¿tierra en las arrugas?). Color de pelo indefinido, por el reflejo del sol y la tierra que se posa en las rastas (¿más tierra?). Corpulencia indefinida, por el abultado pulóver tejido a mano que lo envuelve (¿con este calor?). Humor e intenciones indefinidas, porque su rostro de Buda se mantiene en perfecta serenidad. Origen indeterminado, porque está descalzo sobre el piso ardiente y puede haber llegado así, silencioso como el mismo verano, desde cualquier parte.
“¿Inciensos…?”, repite, imperturbable. “Dos por un peso…”. Me tomo un sorbo enorme para desatascar el nudo de la garganta mientras niego con la cabeza. Sus ojos se dilatan apenas.
“¿Por qué…? ¿Porque te asusté…? Fue sin querer…” Cada frase que pronuncia en tono soñador parece disolverse en el aire hacia el final. Consigo terminar de tragar.
“No, no es eso”, le explico, modulando inconscientemente la voz para adecuarla a la suya. “Es que me gasté lo último que me quedaba en esto.” Le muestro las dos manos ocupadas. No estoy mintiéndole, no me queda más que un cospel en el bolsillo (hay días buenos, hay días regulares, hay días malos… y está el día de hoy). Él suspira, triste, comprensivamente, sin aparentar dudas. Seguro que le ha pasado más de una vez.
“Aparte”, me siento obligada a agregar, “no uso inciensos porque no tengo olfato.”Eso consigue interesarlo. Se sienta a mi lado y me mira con expresión fascinada. Después, acerca un poco el rostro (sí, tiene tierra en la cara, en el pelo… y ese pulóver… ‘menos mal que no tengo olfato’, me digo) y de pronto él me huele a mí, aspirando con delicadeza y sorprendiéndome por penúltima vez. Se vuelve a levantar, elige una varita de incienso del morral (¡por supuesto que es un morral!) y la engancha a la red de mi mochila.
“Pero no…”, balbuceo. “Si no uso…” Asiente. “Y no tengo…” Niega. “¿Por qué?”
“Porque sos la primera que me contesta bien en todo el día… Y porque tenés un perfume delicioso… Prendelo a la noche, que te va a pegar perfecto…”
Y se aleja, como flotando en las oleadas de calor de la siesta, sin hacer ruido, casi se diría que sin mover un solo músculo.

viernes, 7 de enero de 2011

La mujer de la bolsa


“Ay, Santi, quedate quieto, mirá que si no el Cacho te va a retar”, le dice la dulce abuelita a su nieto hiperquinético. Pensando que no es el primer Santi de esa marca y modelo que conozco, y que quizás los nombres predestinan a los niños, miro de reojo a Cacho, que está entrando mercadería al almacén. Su expresión oscila entre la diversión y el hastío. Se hace el distraído y no dice una palabra, ni a la criaturita, ni a la viejecita. Negocios son negocios.
El Cacho en cuestión mide alrededor de un metro noventa y tiene el porte de un rugbier retirado, de modo que no es extraño que la abuela de Santi lo haya elegido como cuco local. Aún así, pienso (como seguro pensará más de uno de los presentes), sería más justo, para todos los involucrados, que al niño le enseñaran modales en vez de asustarlo con cuanto grandote ande cerca.
El Santi en cuestión se serena un ratito (un minuto y medio, aproximadamente) y después vuelve a las suyas. No molesta tanto, en verdad, sobre todo porque tiene una habilidad especial (y el tamaño perfecto) para esquivar gente sin dejar de correr entre sus piernas.
Dejo de prestarles atención mientras me atienden y cuando salgo, cargada de bolsas, ellos van justo delante de mí por la vereda. Santi, mucho más tranquilo ahora que está al aire libre, se entretiene tirándole esporádicos chorros de su pistola de agua a los árboles y a las verjas. Al quinto chorro, más o menos, la abuelita se detiene, se da vuelta, me señala y dice: “Ay, Santi, dejá de tirar agua, o la señora te va a retar.” Es el colmo. ¡El colmo! Estaré gordita, no seré una belleza etrusca, no me habré peinado, pero tampoco es como para que me nombren cuco suplente de Cacho.
Santi me está mirando. Yo le hago un guiño. “No te preocupés”, le digo, “no te voy a retar; a mí no me importa. Tu abuela tampoco te va a retar, porque no se anima. Hacé lo que quieras.” Y sigo caminando. A Santi le relampaguean los ojos y muestra los dientes. Apunta al corazón de su abuela y dispara, varias veces.
La abuela en cuestión no reacciona. Está pasmada, con la mirada estupefacta fija en mí. No sé si habrá entendido el mensaje subliminal sobre educación infantil, pero seguro que no me vuelve a molestar en su vida.
Cruzo la calle y entro a casa, feliz de encontrarme otra vez con mis chicos, todos de cuatro patas. A diferencia de la mayoría de las crías humanas, los hijos adoptivos de otras especies de mamíferos son bastante fáciles de entrenar.